Hay una especie de sensación de liturgia cada vez que se vuelve "al pueblo". Especialmente, cuando lo haces después de mucho tiempo sin ir (o de ir con prisas y sin ver a nadie, lo que casi equivale a no ir). De pronto, un día vuelves para las fiestas y, casualmente, te encuentras con un montón de gente a la que hace tiempo que no has visto ni hablado.
Al volver a la casa de los abuelos, descubres que tu primo ha aprovechado un rincón vacío para montar una estupenda plantación de maría, aunque no vale para nada, ya que ha utilizado semillas de cañamones que no valen.
En el bosque, ese cañón del río que tanto te gustaba sigue inmutable, con su vegetación, sus precipicios y sus plantas. Y es que ya sabemos que el tiempo geológico no sigue nuestro ritmo frenético. La balsa está ahora limpia, sin algas, y podemos ver alguna culebrilla acuática que se apresura a esconderse. La mitad de los bancales están abandonados, pero la otra mitad sigue con sus eternas cosechas de olivas, almendras y algunas tímidas hortalizas.
En la plaza de la iglesia (la plaza, a secas), la orquesta pachanguera sigue cantando las mismas rancheras y pasodobles de siempre, alternados con alguna que otra versión particular de canciones comerciales modernas. Por supuesto, deja de tocar a medianoche durante 15 minutos para que la atención del público se concentre en el castillo de fuegos artificiales, y después de eso continúan, hasta las seis de la mañana.
También descubres que aún quedan sitios donde a los perros se les pone a comer en la calle, en la puerta de la casa. Y si pasa un gato, pues se echan una pelea y listos.
Y sorprende descubrir que ese acento, que tanto te cautivaba de pequeño, sigue haciéndolo como el primer día (pero, ¿es que no se dan cuenta de que hablan cantando?). Y te das cuenta de que esas voces, que ya creías olvidadas, reactivan, de una forma extraña, zonas de tu memoria que durante años permanecieron dormidas, pero no borradas.
Y esas voces, en tu cabeza, hacen eco.
También sorprende descubrir cómo la gente, la mitad de la cual es tu familia más o menos lejana (es lo que tienen los pueblos pequeños), a pesar de que a veces esquives las miradas pues te da vergüenza no saber dirigirte a ellos por su nombre, se abre a ti en cuanto les diriges dos palabras. Y no te reprochan que no lo sepas, a pesar de que ellos te llaman a ti como lo hacían cuando eras pequeño.
Y, cuando creías perdidas tantas cosas por la distancia, tanto en el espacio como en el tiempo (¡joder, parezco Einstein con su teoría de la relatividad!), sientes que se pueden recuperar muchas de ellas con tan sólo cinco minutos de conversación, con tan sólo cinco segundos de mirar fija, clara y sinceramente a los ojos.
Y entonces se produce el milagro: alguien comparte sus fracasos contigo, abriéndote una parte de su alma, sin que tú sepas por qué misterios misteriosos ha tenido que esperar a que llegues tú desde el quinto pino para desahogarse. Otro te abre las puertas de su casa como si te conociera desde siempre, y te invita a entrar hasta la cocina.
Y otro te abre las puertas de su casa como si nunca hubiera dejado de conocerte, y te invita a entrar hasta la cocina. Y otro te invita a tomar una cerveza, acompañada de uvas y polvorones ("...por que no hay otra cosa ahora mismo..."). Y a pesar de lo surrealista de algunas situaciones, por dentro estás esbozando esa sonrisa que te sale cada vez que redescubres, a pesar de saberlo de sobra, que la realidad siempre supera a la ficción más imaginativa.
Y, aunque sabes que es una gran mentira, sientes que no estás tan desencajado como creías.
Y da un gustico que no veas.
Fotos: Laroya, provincia de Almería. Agosto 2007, fiestas de S. Ramón Nonato.
Volver a donde uno fue feliz. Sabina no está demasiado deacuerdo con eso...pero él es un poeta y miente y exagera como tal. Se cagaría en los pantalones si pudiera vivir en el instante más feliz de su vida. Que por otro lado, está por venir, querido.
ResponderEliminarEste domingo propongo timba. No digo más.