Hay cosas grabadas en lo más profundo de nuestra memoria y que pueden aparecer cuando uno menos lo espera.
Como el recuerdo de cuando de niño criaba gusanos de seda. Aquello ya pasó. Después uno va creciendo y se olvida de eso (y de otras cosas importantes de la vida).
Hasta que ellos deciden reaparecer y contraatacar.
Así que cuando hace un mes aproximadamente me ofrecieron darme algunos gusanos, acepté encantado. También porque me apetecía que mi sobrino viviera esta experiencia que, ahora en mi madurez, recuerdo como maravillosa. Supongo que es el azúcar que le pone la nostalgia a las cosas de la infancia. El caso es que le he dado a él la mayoría de los gusanos, pero no todos. Me he quedado algunos en mi casa.
El caso es que me han obligado a repetir cosas como salir a buscar hojas de morera intempestivamente, al descubrir de pronto que se me acabaron las que cogí dos días atrás. O cambiarles las hojas secas cuando empiezan a estorbar. Me ha gustado recordar el olor de las hojas en descomposición, cuando voy a cambiárselas. Alguien podría pensar que es un olor desagradable, pero no es esa la palabra exacta. Es un olor extraño, como de otro mundo. De un mundo minúsculo que nos pasa desapercibido. Pero que está ahí.
Algunos de los gusanos de seda (me encanta su nombre científico: Bombyx bombyx) crecen muy rápido.
Foto el 10 de abril
Foto el 24 de abril
La cámara no es muy buena (es la del móvil), pero sirve para hacerse una idea.
Estoy deseando que empiecen a hacer algunos capullos.
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